Discurso del rector
La Universidad de Alcalá, en cuyo nombre les saludo, hace suyas las alabanzas que, en una epístola a Luis Vives, dedicaba Erasmo de Rotterdam a Elio Antonio de Nebrija, a quien consideraba “el príncipe y ornamento de la Academia Complutense, por quien tanto nombre ha ganado esta universidad1”.
Su implacable “guerra a sangre y fuego2” contra la ignorancia, con la gramática como arma, convirtió a Nebrija, de voz tenue, piernas delgadas, ojos llamativamente pequeños y estatura mediana y achaparrada3, en un gigante de la historia.
Beligerante, erudito, vocacional, apasionado, riguroso, insobornable y tenaz. Desde la vocación, el coraje y el rigor, con su enorme talento, agudeza de pensamiento, capacidad crítica e indiscutible sentido del humor, dedicó su vida a la empresa de demostrar que el saber solo era tal si se expresaba apropiadamente. Y así, convencido de que “para el colmo de nuestra felicidad y cumplimiento de todos los bienes, ninguna otra cosa nos falta sino el conocimiento de la lengua4”, el primer humanista renacentista de la Península Ibérica inició, con una modernidad sin precedentes en su tiempo, una nueva era en la cultura de nuestro país.
Con su alma inquieta y curiosa, y unos principios éticos y humanos inexorablemente unidos a su persona y su labor intelectual, el hombre que introdujo el Renacimiento en España apostaba por una búsqueda de la verdad libre de prejuicios, que trataba con objetividad el conocimiento, independientemente de su procedencia, lengua, religión, u otros condicionantes. Y se adelantó a su tiempo en numerosas ocasiones.
Más allá de elaborar la primera gramática de una lengua moderna europea, su Gramática de la lengua castellana, en 1492, y de ser el primer escritor en reclamar, en la Península Ibérica, derechos de autor5 para sus obras, Nebrija no titubeó al defenderse, y defender su trabajo, en el que se conoce como primer alegato contra la censura y por la libertad de expresión.
Me refiero a su ‘Apología’, que dedicó a Cisneros en 1507, y en la que declaraba lo siguiente: “Yo, que no imagino desvaríos, que no hago suposiciones, que no interpreto conjeturas, sino que deduzco con razones muy firmes, con argumentos irrefutables, con demostraciones apodícticas. ¿Qué diablos de servidumbre es esta, o qué dominación tan injusta y tiránica, que no se permita, respetando la piedad, decir libremente lo que se piensa?6” Este documento, así como el trato frecuente con el humanista, influyeron, según los estudiosos, en el criterio de Cisneros para realizar y facilitar la divulgación y lectura de la Biblia Políglota Complutense, obra magna del Cardenal, bien conocida por Nebrija, pues había participado en ella.
Durante años, el humanista y el cardenal mantuvieron una intensa relación de mutuo respeto y admiración, con algunas desavenencias que siempre fueron superadas. Nacidos, ambos, en la Edad Media y partícipes de una incipiente Edad Moderna, era más lo que les unía que lo que les separaba, a saber: su gran corazón, valentía, laboriosidad, constancia, y su necesidad de reformar, de perseguir sin descanso el bien común.
Sus proyectos de vida se engarzaron en numerosas ocasiones y, muy especialmente, en sus últimos años, en una jovencísima Universidad de Alcalá, donde un septuagenario Elio Antonio de Nebrija tomó posesión, por mediación de Cisneros, de la Cátedra de Retórica. Fernando de Balbás, quinto rector del Colegio Mayor de San Ildefonso, en el curso 1513/1514, lo relataba así: “El Cardenal, mi señor, holgó mucho de su venida y se lo agradeció; siendo yo Retor, mandó que le tratase muy bien y le asentase de cátedra sesenta mil maravedíes y cien fanegas de pan, y que leyese lo que él quisiese, y si no quisiese leer, que no leyese; y que esto no lo mandaba dar porque trabajase, sino por pagarle lo que le debía España7.”
Cisneros era consciente de la inmensa valía de Nebrija, el polímata, el hombre del Renacimiento que, en su afán por democratizar el conocimiento, y en obediencia a sus múltiples inquietudes, revolucionaría la Filología Clásica, afianzaría la española, y publicaría trabajos relativos a las más diversas materias, entre las que se encuentran Historia, Derecho, Pedagogía, Medicina, Matemáticas, Cosmografía, y un largo etcétera.
Lejos de atender a los consejos de Cisneros, cuando le animaba “a descansar y tratarse bien8”, Nebrija impartía sus lecciones ante auditorios llenos y devotos y, con su docencia, sus estudios e investigaciones, ayudó a consolidar la Universidad de Alcalá como centro de excelencia y referencia del humanismo renacentista en el mundo. Tras una década entre estos muros, falleció en 1522 y, el día de su entierro, sus alumnos de Retórica depositaron sobre su féretro dísticos latinos laudatorios dedicados al maestro9.
La historia de la Universidad de Alcalá no puede comprenderse sin la figura de Nebrija. Tampoco la vida del erudito se entendería sin su paso por nuestra universidad.
Aunque Nebrija se comparaba con la “antorcha que, difundiendo claridad y esplendor, paulatinamente se extingue y se consume10”, su luz no se apagará jamás. Ahora sabemos que su legado le abrió las puertas de la inmortalidad, y es cierto el epitafio que hoy presentamos, y que le dedicamos, cuando afirma que “por su virtud, sus trabajos niegan que él haya podido morir”.
Muchas gracias.