Si se trata de hablar de don Quijote, quizá venga bien salir de nuestras fronteras y sentir el aire puro de quienes, desde lejos, han encontrado algún sentido en esta buena, en la mejor acepción de la palabra, obra de arte.
Nos dijo un día Dostoiesvki que “no se puede hallar una obra más profunda y poderosa que el Quijote. Hasta el momento es la grande y última palabra de la mente humana. Es la ironía más amarga que puede expresar el hombre. Y si el mundo se acabase, y en el Más Allá –en algún lugar- alguien preguntase al hombre: “Bien, ¿has entendido tu vida, y qué has concluido?”. Entonces el hombre podría, silenciosamente, entregarle el Quijote: “Estas son mis conclusiones acerca de la vida, y tú, ¿me puedes criticar por ello?.
Me gusta esta reflexión del escritor ruso por ser cercana al dramatismo y profundidad crítica e ideológica que se percibe en nuestra gran literatura del Siglo de Oro.
Miguel de Cervantes fue el mejor en saber criticar lo que no le gustaba, sin hacer, en realidad, una crítica directa. Supo ser irónico y amargo, engañándonos para que nos riésemos de un ser humano que aparentaba estar loco. Hizo teatro con nuestros instintos y escondió, tras una falsa fachada, un magnífico y bien tramado edificio, que llenó de sentido crítico y de sueños, buscando un nuevo modelo de sociedad.
Y lo mejor es que tengo la sensación de que lo hizo casi como de carrerilla, es decir, como sólo lo saben hacer los genios. Estoy seguro de que podría haber sido acusado de herético en su ideario, y si no lo fue, únicamente se debe a la falta de capacidad intelectual de aquellos que le podrían haber acusado. Su sentido crítico no es directo, lo expresa de la única manera que sabe: con la creación literaria.
Supongo que a Miguel le hubiera gustado ser un incisivo autor de bien trabados discursos morales. No fue posible porque lo que de verdad sabía manejar, casi de manera instintiva, era la invención narrativa. Cuando ya le quedaba poco por vivir, supo explotar, y todo aquello que quiso cambiar o que le parecía mal lo sacó en un torbellino al que dio, como disculpa, forma de libro de caballería. Afirmar que el mundo literario de Cervantes es uno de los más ricos que ha generado la cultura europea no sería de ninguna manera exagerar su importancia.
Este hecho no puede ser otra cosa que motivo de orgullo y nos debe servir para valorar al escritor dejando fuera absurdos y endémicos localismos. Por suerte, Cervantes se nos escapó de Alcalá de Henares y se llevó en su inacabable viaje lo mejor de nuestra ciudad.
Alcalá en la obra de Cervantes
Siempre nos han hablado del tópico de lo poco que aparece Alcalá en su obra. Pero, ¿es así? y, si lo es, ¿por qué?. Aunque parezca no venir mucho a cuento, sería bueno recordar un texto de Milan Kundera entresacado de su obra “El Arte de la Novela”.
El escritor húngaro nos dice que con don Quijote, “la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas, que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna, y con él la novela, su imagen y modelo”.
Quizá, en la relación entre Cervantes y Alcalá pase lo mismo y haya que buscar los vínculos, los amores o las influencias entre la ciudad y su escritor dentro de las otras verdades escondidas en su obra; quizá, haya que buscar en el pensamiento y no simplemente en la palabra.
Influencias de Cervantes
El ideario de don Quijote es profundamente sabio. Procede de unos impulsos intelectuales aprendidos en un entorno de libertad y espíritu crítico que durante gran parte el siglo XVI tuvieron en la Universidad de Alcalá el principal foco de irradiación.
No hace falta hablar de la influencia de Erasmo de Rotterdan, en particular, o de los humanistas españoles, en general, en todo el mundo universitario alcalaíno. Cervantes heredará todo ese caudal intelectual y reflexivo gracias a su relación con hombres tan libres y críticos como el maestro Lópe de Hoyos.
Su estudio en Madrid se convirtió en un oasis donde seguir construyendo, sin que se notase demasiado, la gran teoría humanista del pensamiento crítico, necesaria para un país que hacía aguas por todas partes. De ningún modo sería descabellado afirmar con Marcel Bataillón que “si España no hubiera pasado por el erasmismo, no nos habría dado el Quijote”.
Y es que tras el Quijote podemos encontrarnos con todo un compendio de opiniones y sentimientos sobre los aspectos más importantes de la sociedad que le tocó vivir a su autor.
De la venida de Clavileño
Dispongámonos pues, como diría el protagonista de la obra, a “tomar cojín” y salgamos a rebuscar por entre los entresijos de un capítulo de la segunda parte titulado “De la venida de Clavileño, con el fin de esta dilatada historia”.
Se trata de uno de los más divertidos e inteligentes episodios que componen la obra. Don Quijote y Sancho andan siendo regalados con burlas y agasajos en casa de los duques. Tras conocer la tremenda historia de La Dolorida, escudero y señor se subirán en Clavileño en busca de Malambruno, con intención de deshacer el encantamiento.
Aparte del interés burlesco de todo el episodio de los duques y la ínsula Barataria, se percibe un algo más que rezuma a amarga desazón y a sentido crítico sobre la espinosa cuestión del buen y mal gobierno.
¿Es un modelo Sancho de lo que se espera de un gobernante? Puede que no y Cervantes lo sabe, pero en el fondo se deja entrever el deseo de contar con gobernantes que lo sean y que estén menos apegados a boatos y demás servidumbres políticas o sociales. La disculpa de Sancho al negarse a subir en Clavileño es clara en este sentido: “¿qué dirán de mis insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos?
Lo inteligente es cómo consigue el escritor que la narración se bifurque en dos líneas paralelas: por un lado, nos hace gracia, surge la burla sana y normal hacia alguien como el escudero, en apariencia simplón, que se agarra a lo que sea para no cometer la locura de ir a buscar encantadores a extraños países. Por el otro, está la ideología, lo que sólo se podría percibir viendo más allá de lo aparente.
Es preferible un gobernante sin extrañas y contrahechas revueltas ni escondidos intereses a una corte de seres interesados únicamente en no ver más allá de sus propias y bien adornadas narices. Se trataría de contraponer la sana simplicidad, el contacto directo con los gobernados, a la artificiosidad del gobierno pensado desde lo más alto y alejado de la realidad.
Quizá, la influencia del humanismo sea incluso demasiado obvia, pero es que ya no se podía pensar de otra manera; había que tomar partido y Cervantes logró encontrar la forma de hacerlo como nadie, y por ello quiso elogiar al buen loco que se propone, con simplicidad y sentido común, ir por el camino más recto.
Lo fácil sería sacar conclusiones obvias sobre cómo los políticos de hoy deberían aplicarse el cuento. Pero no se trata de hacer aquí un ejercicio de crítica, sólo es una simple reflexión sobre un capítulo de una obra descarnada y sincera, que todavía nos sigue sirviendo para aprender sobre la compleja condición humana.
Enrique M. Pérez
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