Alcalá de Henares celebra estos días las fiestas de la Virgen del Val, patrona de la ciudad. En la mañana del 21 de septiembre de 2025, Monseñor Antonio Prieto Lucena, obispo de la Diócesis de Alcalá de Henares, presidió la celebración de una Eucaristía solemne en la explanada de la Ermita del Val y ambientada con la música y voces de la ‘Schola Cantorum’.
La alcaldesa, Judith Piquet, concejales del Equipo de Gobierno y de la Corporación Municipal, así como decenas de asociaciones, instituciones, entidades y vecinos de la ciudad, han llenado la explanada de la Ermita, para vivir este emotivo acto y realizar la ofrenda floral a la Virgen.
Homilía del Obispo en la fiesta mayor de la Virgen del Val
Muy querido D. Juan Antonio, hermanos sacerdotes y seminaristas, miembros de la vida consagrada, Sra. Presidenta y Junta de Gobierno de la Hermandad de nuestra patrona, la Virgen del Val; saludo con todo respeto a la Sra. Alcaldesa, a los miembros de la corporación municipal, y a las demás autoridades civiles y militares que nos acompañan. Saludo también a los representantes de cofradías, asociaciones, instituciones y casas regionales, aquí presentes. Queridos hermanos todos:
El pasado 7 de septiembre, el Papa León XIV canonizó a dos jóvenes italianos. El primero de ellos, Carlo Acutis, murió de leucemia con tan solo quince años. Era un apasionado de la eucaristía, a la que llamaba su “autopista hacia el cielo” y un gran amante de la Santísima Virgen, de la que decía que era “la mujer de su vida”. Quiso hacerse apóstol de la eucaristía por internet, creando una página web de milagros eucarísticos, por eso se le conoce como el “influencer de Dios”.
Por su parte, Pier Giorgio Frassati era un estudiante de ingeniería, que, al entrar en contacto con la pobreza de las chabolas de las afueras de Turín, se dedicó a socorrer a aquella pobre gente, llevándoles comida, ropa, muebles y todo lo que podía conseguir para ayudarles. Murió, con veinticuatro años, de poliomielitis, que posiblemente contrajo en sus visitas de caridad a los pobres. A su entierro asistieron miles de indigentes, a los que él había ayudado en secreto. Al comprobar aquella afluencia, su padre exclamó: “no he conocido a mi hijo”. Frassati también era muy devoto de la Virgen, cada día recitaba el rosario y en la puerta de su habitación tenía pegado un cartel con la oración del “Acordaos”.






‘Madre de los jóvenes’
La canonización de estos dos jóvenes pone de manifiesto algo que decía el Papa Francisco: los jóvenes no solo son el “futuro” de la Iglesia, sino que son ya el “presente” de la Iglesia. La Iglesia necesita a los jóvenes, porque está llamada a rejuvenecerse continuamente, y está llamada a ser la “juventud del mundo”, como decía San Pablo VI. A nuestra patrona, la Virgen del Val, quiero presentarle esta mañana a todos los jóvenes de nuestra diócesis, a los que creen y a los que no creen.
Ella, que es “Madre de los jóvenes”, y que sabe sintonizar con los deseos de sus corazones, sabrá decirle a Jesús: “no tienen vino”, para que Jesús les conceda el vino bueno, el vino de la alegría verdadera, que se sirve al final, y que brota de su costado abierto en la cruz. A toda la comunidad cristiana, aquí reunida, quiero pediros que recéis por los niños y jóvenes, y por las actividades que realiza nuestra Delegación de Infancia y Juventud, para que nuestros niños y jóvenes descubran el regalo inmenso de la fe, y sean generosos en su camino de seguimiento de Jesucristo.
Mirar a lo alto
Pier Giorgio Frassati solía llevarse a sus amigos a la montaña, a hacer alpinismo, para enseñarles que en esta vida hay que aprender a “mirar a lo alto”. Es una buena recomendación para nosotros, en el día en el que celebramos a nuestra patrona. María también quiere enseñarnos a “mirar hacia lo alto”.
Ella es la mujer vestida de sol, llena de la luz de Dios, que tiene la luna a sus pies. La luna es signo de lo material, caduco, efímero y transitorio, que, gracias a la resurrección de Jesucristo, se ha convertido en vida perdurable. María, por lo tanto, nos invita a “mirar a lo alto”, a vivir con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo.
El cielo y la vida perdurable
En los últimos dos siglos, han sido muchos los que se han burlado de los católicos por tener nuestra mirada puesta en el cielo. ¿Quién se atreve a hablar del cielo y de la vida eterna en estos tiempos en los que los adelantos de la ciencia y la tecnología ya pueden solucionarlo todo? Nietzsche decía: “hermanos, permaneced fieles a la tierra”. El ateísmo considera que la única felicidad está en la tierra, y en lo que la tierra puede darnos. Lo mismo sostenía el poeta ateo Berthold Brecht, cuando, de manera caustica, afirmaba: “dejemos el cielo para los pájaros” (Cfr. J. Ratzinger, Homilía 15-VIII-1993).
El tema del cielo y de la vida perdurable no es de poca importancia para nosotros. Pretendemos obtener del tiempo lo que solo la eternidad puede darnos. Como el que busca petróleo, nos esforzamos en sacar “eternidad” de lo que solo es temporal, y, lógicamente, nos chocamos contra un muro. Cuando lo material es lo único que cuenta, el corazón se queda siempre insatisfecho, porque nuestro corazón tiene un profundo deseo de infinito: “nos creaste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti”, decía San Agustín.
La tierra se nos queda muy corta
Si nos volcamos solo en la tierra, la tierra se nos queda muy corta. De aquí vienen inevitablemente las luchas de poder entre nosotros, nuestras rivalidades, aversiones y violencias. Detrás de las guerras que asolan nuestro mundo hay una profunda crisis religiosa, hay un eclipse de Dios, y cuando falta Dios, el hombre se destruye a sí mismo. Si miráramos más hacia el cielo, nuestra tierra saldría ganando, nuestra tierra sería regenerada. Este es el gran mensaje que, como un tesoro, los cristianos llevamos en nuestras manos, y que queremos comunicar a todos. Mirando hacia el cielo, una nueva tierra es posible.
Mirar hacia el cielo significa vivir con la conciencia de que Dios está cerca. Dios es mucho más que el relojero que puso en marcha el reloj de la creación y después nos abandonó a nuestra suerte. Dios nos mira continuamente y “su mirar es amar”, como decía San Juan de la Cruz. Vivir cerca de Dios hace la vida más humana y más fraterna.
Cuando se piensa en el cielo, se relativizan las cosas de la tierra: nuestros errores, fracasos, privaciones y pérdidas ya no nos parecen definitivos y fatales, porque sabemos que, detrás de todo, hay un sentido, y que nada está perdido para siempre. Debemos aprender a no hacer montañas de granitos de arena. Dicen que cuando el Papa Juan XXIII llegaba a su habitación cada noche, se quitaba el solideo y se decía a sí mismo: “Giovanni, no te des tanta importancia”.
Ciertamente, mirar hacia el cielo no hace que el sufrimiento desaparezca, como por arte de magia. Lo que es ingrato y costoso sigue siéndolo, pero su peso se reduce a la mitad, porque sabemos que el sufrimiento entra en el orden de “lo penúltimo”, en espera de su consumación en el cielo.
El Dios que nos contempla es un Dios justo
Si miramos al cielo, no nos rebelaremos cuando las cosas no salgan como queremos, o cuando se frustren nuestros proyectos, porque sabremos que, en el fondo, hay algo bueno detrás de todo, porque Dios, que rige los destinos de la historia, es un Dios bueno.
Mirando al cielo, haremos las cosas con más responsabilidad, sabiendo que nuestras buenas obras, aunque nadie nos las agradezca, no quedarán sin recompensa, y que nuestras malas obras no quedarán sin reprobación, porque el Dios que nos contempla es un Dios justo, aunque también es misericordioso. Mirando hacia el cielo, miraremos con otros ojos a nuestro prójimo, que se convierte en compañero de viaje. Nos sentiremos con más libertad, con menos agobio ante el futuro. Creceremos en calidad de vida.
Cada año, cuando celebramos las fiestas de la Virgen del Val, escuchamos con emoción la “oración del paracaidista”, de nuestra querida BRIPAC. Es una oración que rezuma valentía militar, pero también un hondo sentido del cielo y de la vida eterna. La oración termina con la convicción de que Dios, creador de todas las cosas, estará siempre en el aire y en el suelo, para abrazarnos, curar la herida, o recoger nuestra alma. Que nuestra patrona nos infunda este profundo sentido de la vida eterna. Que así sea.
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